Viajar (y vivir)

Río de Janeiro, ciudad maravillosa

Hay enamoramientos en la vida que son  descarnados, al punto de la irracionalidad, profundos y serviles como pocas cosas en la existencia humana. Deberá ser algún proceso químico defectuoso, o una catarata imparable de oxitocina, que ni la mismísima hipófisis es capaz de frenar. Como sea, la consecuencia es una: EL AMOR. Lisa y llanamente, sin mayores ornamentos.

Pero el amor, así dicho como término casi abstracto es amplio. El amor puede estar dirigido a una persona, una cosa, un animal. Se puede amar la profesión, los valores. Como hay distintos tipo de amor, también, como consecuencia, hay diferentes destinatarios.

Yo, hace algunos años, me enamoré profundamente de un lugar. Sí, un lugar, un punto del planisferio, un paisaje, una postal. La amé, desde el mismísimo instante que la pisé, a la Cidade Maravillhosa. Puedo dar fe que de todas las ciudades que conozco alrededor del globo, Rio de Janeiro es, por demás, la más bella. Y su encanto no solo tiene que ver con lo que los ojos pueden contemplar perplejos ante tanta hermosura, sino que tiene que ver, subjetivamente en lo absoluto, con lo que genera en mi alma.

Llegamos a Rio de Janeiro cuando el sol estaba casi escondiéndose, corría marzo de 2010. Salimos del Galeão en dirección a Copacabana. Hasta ese momento solo conocíamos el lugar por el mapa turístico que habíamos conseguido en Buenos Aires. Eran nombres, dibujos, un atisbo ínfimo de lo que veríamos unos minutos más tarde.

El taxi nos dejó sobre la Avenida Atlântica, descendimos y ya el aire nos cambió el semblante. Dejamos las valijas en el departamento, nos aseamos un poco y salimos a ver que había más allá de las fotos que el Google nos podía mostrar o la televisión presentar. Había que ver con nuestros ojos cuánta belleza encerraba la ciudad, muy correctamente llamada, Maravillosa.

Cruzamos la avenida que bordea toda la playa, acompañando sus figuras curvilíneas perfectas y ya las veredas  onduladas, de piedras pequeñas,  abarrotadas una al lado de la otra, nos hizo amarla. Bajamos a la playa, nos descalzamos y nos conectamos directamente con ese lugar que amaríamos por siempre. Nos sentamos a mirar el mar infinito, ni frio ni calor, solo paz, perfección.

No hay nada en Rio que no me guste. Hasta lo que no me gusta tanto me gusta mucho. No podría explicar con palabras lo que siento cuando voy, porque es un vínculo invisible e indisoluble, que me hace sentir que nos conocemos desde siempre, de toda la vida, que caminé sus calles millones de veces, que los comerciantes me conocen y me saludan y que el mar me ama. Es la convicción de sentir y saber que estuve allí muchas veces, que siempre que me fui supe, con certeza absoluta, que iba a volver y así fue.

Hay miles de ciudades hermosas que generan en mí sentimientos preciosos pero hay una que me revoluciona el alma. Que de solo cerrar los ojos y recordarla así, perfecta e impoluta, me transporta a esa calma perenne. Serán los colores que refleja el Cristo Redentor cuando el sol se esconde a sus espaldas, o la vista brumosa de Ipanema desde la Playa del Arpoador. O el Pão de Açúcar  que se alza grandioso en lo alto del Morro de Urca. No sé qué es, pero sé lo que es para mí y para mis sentidos. Es la gente, la comida, los sonidos del mar, el olor a felicidad. Es la dicha que me genera, el amor que me abraza hasta la emoción. Es haberlo compartido con el hombre que más amo y haber amado juntos ese lugar. Quizá resulte exagerado pero de pensarla me estremezco.

Hace una semana vemos sin cesar imágenes de Rio y no dejo de extrañarla nunca… Quiero estar ahí, sentada, abrazando mis rodillas, en silencio, escuchando el mar que me habla al oído, quiero un poco de esa  quietud. Quiero Rio. Quiero…

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